Esos malditos cuentos infantiles

Siempre he sido una lectora asidua de cada uno de los textos que llegan a mis manos. Actividad cultivada, gracias a que en mi familia siempre hubo compilados, trabajos, diarios y la costumbre de ser socios de bibliotecas, por lo que cada cosa que veía con letras, incluso las instrucciones del shampoo, las leía una y otra vez. 

Y por eso, también me leí la inmensa cantidad de cuentos que llegaron a mis manos, en donde las damiselas estaban siempre en peligro, pero bien vestidas con trajes de satín hechos a mano, peinados  tan difíciles que costaba horas tenerlos así de perfectos y joyas apolíneas, que iban acorde a sus castillos y gran séquito, que esperaba que fuera el príncipe azul a rescatarlas de esa maldita, desaliñada, mal vestida, mal maquillada y poco agraciada madrastra o bruja.

Así, me crié con el ideal del hombre en el caballo, que llegaba limpio y fresco de la batalla (como lo canta Bonnie Tyler). Ese que va, te da un beso, te pide matrimonio y te lleva al castillo para vivir "Happily ever After", sin preocupaciones de ningún tipo y por mucho tiempo pensé que todas esas historias, escritas en diversas épocas, se harían realidad y rezaba todas las noches, junto a mi  rosario de swarovski, que me sucediera alguna de esas desgracias de los libros, como tener una madrastra malévola (sólo me quedé con una madre sobre preocupada y regañona), que un dragón viniera a secuestrarme (y sólo había perros mansos en toda la cuadra) o que sé yo cuanta otra cosa, que era, además, alimentada por Disney con sus películas a todo color.

Cuando crecí y ya no leía esos cuentos coloridos, sino la versión original de las historias, comencé a saber cómo eran malditos esos hombres, que a una no la dejaban respirar, que al final la damisela no podía hacer nada, sino esperar a que la rescataran e incluso los peores la dejaban de lado y la muy tonta de la princesa se sacrificaba por él, en vez de aspirar cosas mejores.

Tras pasar varios años y leer historias más reales y tener siempre en la lectura mensual a "Cosmo", "Vogue", "V", "Nylon" y otras tantas publicaciones del papel couché, una fue cambiando la percepción de los hombres, quienes se convirtieron en una especie de compañía-objeto. Claro, hasta que una cree que tiene frente suyo a "el buen partido".

Me pasó hace poco y no sólo a mí, sino que a mis amigas también, que cuando creemos tener al señor perfecto para este momento de la vida, volvemos a convertirnos en las damiselas en peligro, que deseamos que ese príncipe nos rescate del aburrimiento, llamándonos a nuestros celulares, invitándonos a salir o simplemente preguntando como estamos. Lo malo es que la sensación dura hasta que recuperamos la cordura y vemos que a ese príncipe no le alcanza ni para guarisapo de alberca pobre, ya que tiene educación, pero le falta garbo, clase, roce, conocimientos altruistas y, obvio, un guardarropa acorde a lo que una mujer con clase necesita para la vida diaria.

Además, en los cuentos infantiles, una siempre termina como princesa y, por Dior, una no nació para ser la segundona, si no es reina, no sirve de nada.